Estos días iniciamos nuestro camino hacia la Pascua. El pasado miércoles, miércoles de ceniza, empieza la cuaresma y se nos presenta a Jesús de Nazaret llevado al desierto por el Espíritu, en donde es tentado por el diablo. En el desierto tuvo Jesús que enfrentarse a la dura experiencia de la tentación y ésta aparece camuflada bajo la apariencia de lo lógico y lo normal. Un Jesús hambriento puede convertir las piedras en pan. Ante la oferta de poseer riquezas y poder, a cambio de ponerse de rodillas ante el diablo, a simple vista parece que merece la pena, y tirarse de lo más alto del templo y caer suavemente en la explanada sin sufrir, ante el asombro de los presentes en la plaza, es la mejor forma de que crean en Él como Mesías.
El ayuno, la penitencia y la limosna no son un fin en sí mismos, sino medios para situarnos conscientemente ante Dios, ante nosotros y ante los demás. La ceniza sobre nuestras cabezas no supone aniquilamiento, ni infravaloración, ni falsas humildades, sino la denuncia de nuestra autosuficiencia, de nuestro engreimiento, de nuestra vanidad, que nos hace sentirnos por encima de los demás.
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